domingo, 4 de mayo de 2008

UNGIDOS POR EL ESPIRITU SANTO

EL ESPÍRITU, FUERZA ACTUANTE DE DIOS

ALIENTO
«Jesús tomó el vinagre y dijo: Está cumplido. E inclinando la cabeza entregó el espíritu» (Jn 19,30). La palabra «espíritu» traduce el término hebreo «ruah», que significa aliento, aire, viento. Como aliento divino que infunde la vida, aparece en la creación del mundo (cf. Gén 1,2; Sal 104,30) y en la del hombre (Gén 2,7). El mismo aliento divino recrea y restaura la vida deteriorada (cf. Ez 37,1- 14).

1. Dios es trinidad
Al comienzo de nuestra reflexión sobre el Espíritu Santo, hemos de recordar, ante todo, que el Dios revelado por Jesucristo, el único verdadero, es esencial y absolutamente diferente del Dios de cualquier otra religión. Los cristianos somos bautizados «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,19). Creemos en un Dios que es misterio de Amor porque es comunión de vida de tres personas: el PADRE que, desde toda la eternidad, engendra al Hijo y se da totalmente a él; el HIJO que recibe todo su ser del Padre, es su imagen y se entrega totalmente a aquél de quien recibe el ser; el ESPÍRITU SANTO que procede de la donación mutua de ambos y es su amor personificado, el beso que se intercambian. Creemos, pues, en un Dios único, pero no solitario; en un solo Dios, pero cuya vida íntima es tan rica que está constituida por tres personas realmente distintas entre sí.
Y esto que es Dios por dentro, se refleja en todo lo que hace hacia fuera. Toda obra de Dios es a la vez obra común de las tres Personas y específica de cada una de ellas. Y así el Padre es el que tiene siempre la iniciativa. El Hijo consiente, es decir, quiere junto al Padre ser aquél en el cual y por el cual se realiza el proyecto del Padre. Y el Espíritu Santo es el que nos libera de los límites de la finitud y nos hace capaces de Dios. Todo, pues, tiene su origen en el Padre, cuya intención es comunicarnos su vida; el Hijo se ofrece para realizar ese proyecto; y el Espíritu, por su parte, hace que la obra del Hijo se haga experiencia e historia.
San Atanasio de Alejandría explica esta acción triple a través de dos metáforas bellísimas. Si comparamos a Dios con la luz, el Padre sería el foco que la produce, el Hijo el resplandor que procede de él y el Espíritu Santo el que nos da ojos para verla. Y si lo comparamos con el agua, el Padre sería el manantial, el Hijo el río que nos la trae hasta nosotros y el Espíritu Santo quien despierta nuestra sed y nos hace capaces de beberla.
Si Dios actúa así, nuestra relación con él tendrá una dinámica inversa: en el Espíritu, que habita en nosotros y nos transforma, a través del Hijo, realizador del proyecto divino, llegamos al Padre, fuente y origen de toda realidad.
Este misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de nuestra fe, porque es la fuente de todos los demás y la luz que los ilumina. Y, por lo mismo, es el secreto y la explicación última de nuestra vida. Porque hemos sido creados por la Trinidad, estamos hechos a su imagen y tenemos como destino participar de su propia vida. Y este misterio nos descubre que la clave de todo es el amor: es lo que une a las tres divinas personas; a Dios con los hombres; a los hombres entre sí y con Dios. El amor es la esencia de la realidad.
2. El Espíritu Santo en la creación
En el Credo lo confesamos como «Señor y dador de vida». Y, efectivamente, el Espíritu es la persona divina a través de la cual Dios Padre infunde la vida a todas las criaturas, las llama de la nada a la existencia.
En primer lugar, el Espíritu crea el mundo como escenario de la relación del hombre con Dios y como revelación de la sabiduría y de la bondad de Dios. Así lo intuyó la experiencia religiosa del pueblo de Israel al afirmar que, ya al principio de la creación, «el aliento de Dios aleteaba sobre las aguas» (Gén 1,2). O cuando cantaba: «Envías tu aliento y los creas y repueblas la faz de la tierra» (Sal 104,30). Con el término «aliento» o «soplo», que es el que nosotros traducimos por «espíritu», querían designar la fuerza vital, la energía con la que Dios da la vida.
Por ser obra del Espíritu, que lo mantiene y renueva sin cesar, el mundo es bello y es bueno, y nos revela la bondad y la belleza de su Autor: «Vio Dios cuanto había hecho, y todo era muy bueno» (Gén 1,31). Todas las criaturas nos hablan de Dios y nos cuentan su presencia. Pero esto sólo es posible captarlo con los nuevos sentidos que nos regala el mismo Espíritu y gracias a los cuales podemos descubrir los signos de Dios ocultos en la realidad percibida por los sentidos naturales. Cuando, gracias a él, logramos superar la exterioridad y llegar a la realidad más profunda de todos los seres, podemos paladear la belleza del mundo, intuir la belleza del Creador y explotar en un gran himno de alabanza: «Bendice, alma mía, al Señor: Dios mío, qué grande eres. Te vistes de belleza y majestad, la luz te envuelve como un manto...» (Sal 104).
Pero la obra creadora del Espíritu alcanzó su culmen en el hombre: «Entonces formó Dios al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente» (Gén 2,7). Enraizado y emparentado con el resto de la creación, el hombre recibe como un plus de aliento divino, que lo convierte en una criatura única. Y la razón es clara: es la única criatura hecha a imagen del Creador: «Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, varón y mujer los creó» (Gén 1,27). La Persona- Amor ha creado al hombre a imagen del Dios Trinitario, es decir, como persona capaz de darse y de recibir libremente, como persona capaz de amar, para que pueda compartir la misma vida amorosa de Dios y participar en ella. Por eso, todo lo que es el hombre –su ser físico, mental y espiritual–, su existencia y su destino, sólo se puede entender desde el Espíritu. Sólo desde él descubrimos por qué estamos hechos así y para qué. Los hombres que ignoran o niegan esta acción del Espíritu, entienden su ser, su existir y su meta como mera materia: nacer, crecer y morir sin dejar rastro. Los que han descubierto en su interior esta realidad sorprendente, entienden su ser, su existir y su meta como un hermoso designio de amor: nacer, crecer y alcanzar su plenitud en Dios.
Y al crear al hombre como imagen de Dios, el Espíritu lo constituye en «sacerdote» del cosmos, en mediador entre todas las criaturas y su Creador. Porque es el único capaz de llevar a Dios los seres creados, el único que puede responder conscientemente de ellos, y el único que puede hacerse voz de las demás criaturas para alabar a su Autor. De ahí que la relación con la naturaleza implique para el hombre una exigencia ética: «Tomó, pues, Dios al hombre y le dejó en el jardín de Edén (el mundo), para que lo labrase y lo cuidase» (Gén 2,15). El hombre no puede contemplar el mundo como un simple depósito de energías para disfrutarlo sin respeto a los ritmos y equilibrios de la naturaleza. Porque la misión que se le ha confiado es custodiar y cuidar lo creado.
3. El Espíritu Santo en la historia
La acción del Espíritu Santo no acaba en la creación. Quien da principio a la vida del hombre, lo va a seguir y a cuidar en toda su existencia para que alcance el fin previsto por el Padre. Por eso va a actuar en la historia y a convertirla en «historia sagrada», es decir, en tiempo de encuentro con Dios y camino hacia la felicidad de la plena participación en la vida divina.
Para ello, el Espíritu crea el pueblo de Dios, un pueblo de creyentes capaz de transmitir el conocimiento de Dios a todas las naciones. Como vemos en la historia de Israel, el Espíritu constituye y guía a este pueblo a través de una triple operación: una acción directiva, una acción profética y una acción santificadora.
a) Acción directiva. En primer lugar, el Espíritu de Dios penetra y conduce la historia de Israel actuando sobre sus jefes y haciendo que obren en nombre de Dios y sirvan de verdad al cumplimiento de los planes divinos. Así lo vemos en el gran liberador y conductor, Moisés, hombre lleno del Espíritu y que hace participar del mismo a sus colaboradores (cf. Nm 11,25) y a su sucesor Josué, a quien impone su mano para que también él esté lleno del Espíritu de sabiduría (cf. Dt 34,9). Lo mismo sucede en el caso de los Jueces, de los que se dice: «El Espíritu de Yavhé vino sobre él y fue juez de Israel» (Jue 3,9-10; cf. Jue 11,29; 13,25). Y cuando se realiza el cambio histórico de los Jueces a los Reyes, se instituye el rito de la «unción», como signo de que el Espíritu toma posesión del nuevo jefe para que conduzca fielmente al pueblo. Así sucede con Saúl (cf. 1 S 10,1-8) y con David (cf. 1 S 16,1-13).
b) Acción profética. En segundo lugar, el Espíritu produce el fenómeno del profetismo, que va a convertir al pueblo en portador de la palabra de Dios. Porque el profeta es un hombre que habla en nombre de Dios y transmite a los demás todo lo que Dios quiere darles a conocer sobre el presente y sobre el futuro, como se dice en la promesa de Dios a Moisés: «Yo les suscitaré de en medio de sus hermanos un profeta semejante a ti, pondré mis palabras en su boca y él les dirá todo lo que yo le mande» (Dt 18,18). Y quien inspira a los profetas las palabras de Dios y les manda transmitirlas es el mismo Espíritu, como nos cuenta Ezequiel: «El Espíritu entró en mí como se me había dicho y me hizo tenerme en pie; y oí al que me hablaba... Me dijo: Hijo de hombre, todas las palabras que yo te dirija, guárdalas en tu corazón y escúchalas atentamente, y luego, anda, ve a donde los deportados, donde los hijos de tu pueblo; les hablarás y les dirás: “Así dice el Señor Yavhé”, escuchen o no escuchen» (Ez 2,2.3,10-11).
Íntimamente relacionado con el don del profetismo está el don de la sabiduría, que capacita al hombre para conocer la voluntad divina. Actuando desde dentro, el Espíritu Santo concede como un nuevo sentido que permite leer la vida con profundidad y descubrir el plan divino. Es lo que explica el libro de la Sabiduría: «¿Quién habría conocido tu voluntad, si tú no le hubieses dado la sabiduría y no le hubieses enviado desde lo alto tu Espíritu Santo? Sólo así se enderezaron los caminos de los moradores de la tierra, así aprendieron los hombres lo que a ti te agrada y gracias a la sabiduría se salvaron» (Sab 9,16- 18).
A la acción profética del Espíritu en Israel le debemos, además, otro efecto admirable. En la medida en que los dirigentes del pueblo de Dios fueron cayendo en la infidelidad y la apostasía, el Espíritu fue dando a conocer la futura venida de un Rey ideal, el Ungido (Mesías) por antonomasia, sobre el que reposaría el Espíritu de Yavhé con toda la abundancia de sus dones (cf. Is 11,2), y lo haría capaz de realizar una misión definitiva de justicia y de paz. Este Rey pacífico es descrito admirablemente en los cuatro famosos cantos del Siervo de Yavhé, de Isaías (cf. Is 42,19; 49,1-7; 50,4-11; 52,13-53, 12), que son como el retrato anticipado de Jesús.
c) Acción santificadora. Según la Biblia, el Espíritu no es sólo luz que da el conocimiento de Dios, sino también fuerza transformadora que santifica, es decir, que hace vivir la misma vida de Dios. Por eso se le llama «Espíritu de santidad», «Espíritu Santo».
Esta acción transformadora del Espíritu es maravillosamente descrita en esa obra maestra de la oración de Israel que es el salmo 51 (Miserere). El Espíritu comienza despertando la conciencia de pecado y la necesidad de una purificación que sólo puede dar Dios: «Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa... pues yo reconozco mi culpa». Después, infunde el deseo de la alegría, de una vida plena y armoniosa: «Hazme oír el gozo y la alegría, que se alegren los huesos quebrantados». Pero para gozar plenamente de esa alegría, no basta la eliminación de las culpas, es necesario que el Espíritu nos dé un corazón nuevo, una nueva personalidad: «Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme». Y, una vez construido el hombre nuevo, el Espíritu lo hace capaz de asumir un compromiso valiente: «Afiánzame con espíritu generoso: enseñaré a los malvados tus caminos, los pecadores volverán a ti». Y así, los hombres nuevos crearán una sociedad nueva: «Señor, por tu bondad, favorece a Sión, reconstruye las murallas de Jerusalén».
Ciertamente la revelación del Espíritu Santo como persona no se produjo hasta Jesús; porque sólo en Jesús se nos descubrió que Dios es Trinidad. Pero, como acabamos de ver, el mismo Espíritu fue anticipando y preparando su manifestación definitiva en la historia de Israel, como «aliento» y fuerza actuante de Dios.

JESÚS, PORTADOR DEL ESPIRITU
VIENTO
«De repente vino del cielo un ruido, como de viento huracanado, que llenó toda la casa donde se alojaban» (Hch 2,2). El aliento divino se convierte en huracán para significar la presencia poderosa de Dios (cf. Is 30,27; Ez 1,4).

1. El Espíritu Santo en la vida de Jesús
En Jesús se realiza plenamente el designio eterno de Dios: unirse al hombre divinizándolo. Y es el Espíritu quien, en la «plenitud de los tiempos», hace que se realice esta cumbre de la donación de Dios, con la humanización del Hijo en el seno de la Virgen María. Su acción en este acontecimiento tiene un doble aspecto. El primero y principal es que encarna al Verbo de Dios en la carne de María: «Y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen y se hizo hombre», confesamos en el Credo en fidelidad a lo que nos dice el Evangelio (cf. Lc 1,35). Y el segundo es que el mismo Espíritu prepara a la Virgen María para que preste su consentimiento y colaboración en el misterio de la Encarnación, y para que sea digna morada de Dios. Jesús, por tanto, fue «ungido» por el Espíritu desde su concepción. Y, a partir de ese momento, el Espíritu actuará siempre en su vida.
La primera manifestación pública del Espíritu en Jesús, es el momento de su Bautismo (cf. Mc 1,9-11). Allí se manifiesta explícitamente la personalidad y la misión del Ungido por el Espíritu para realizar la salvación. San Pedro hace referencia a este acontecimiento en casa de Cornelio: «Vosotros conocéis lo que sucedió en el país de los judíos, cuando Juan predicaba el bautismo, aunque la cosa comenzó en Galilea. Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo; porque Dios estaba con él» (Hch 10,37-38). En esta escena Jesús aparece, no sólo como el que «viene» por el Espíritu Santo, sino también como el portador del mismo. Y, en efecto, a partir de ese momento, Jesús se nos presenta siempre como dirigido por el Espíritu y obrando por su fuerza.
Inmediatamente después del Bautismo, el Espíritu conduce a Jesús al desierto para combatir y vencer al diablo (cf. Mt 4,1-11).
Poco después, en la sinagoga de Nazaret, Jesús explica su misión aplicándose un famoso texto de Isaías: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor» (Lc 4,16-19). Con este texto Jesús manifiesta la actuación del Espíritu en su predicación y en sus milagros. Pero, además, señala cuál es el objetivo tanto de su misión como de la del Espíritu: liberar al hombre de las potencias del mal para que pueda vivir la nueva existencia del Reino de Dios. Así lo explica también en otra ocasión: «Si yo expulso los demonios con el poder del Espíritu de Dios, es que ha llegado a vosotros el reino de Dios» (Mt 12,28).
El Espíritu es también el que inspira y mueve la relación de Jesús con el Padre en la oración: «En aquel momento, se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo y exclamó: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a sabios e inteligentes y las has revelado a pequeños”» (Lc 10,21).
Pero la presencia del Espíritu en Jesús mostrará toda su eficacia y plenitud en los acontecimientos pascuales. Será el Espíritu quien inspire y sostenga el ofrecimiento sacrificial de Jesús y su entrega total al Padre, como dice la Carta a los Hebreos: «Por el Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios» (Heb 9,14). Y el mismo Espíritu será la fuerza con la que el Padre resucitará a Jesús, como afirma San Pedro: «Murió en la carne, pero volvió a la vida por el Espíritu» (1 Pe 3,18).
En resumen, la triple acción del Espíritu que ya se insinuó en la historia de Israel (directiva, profética y santificadora), alcanza su manifestación y eficacia plenas en la persona y la vida de Jesús. Por eso Jesús es por antonomasia el Ungido (Mesías o Cristo), de quien se predican los tres oficios o funciones que representaban la triple acción: Rey (acción directiva), Profeta (acción profética) y Sacerdote (acción santificadora). Jesús así lo manifestó en esta autodefinición solemne: «Yo soy el Camino (el que guía), la Verdad (el revelador del Padre y de su voluntad) y la Vida (el que transforma al hombre comunicándole la vida divina)» (Jn 14,6).
2. Jesús promete el Espíritu
Durante su vida terrena, Jesús, el Ungido y portador del Espíritu, prometió que comunicaría ese mismo Espíritu a los que creyeran en él.
La primera promesa la pronunció Jesús en el contexto de la fiesta judía de las tiendas, al regreso de la procesión solemne que se organizaba a la fuente de Siloé para recoger el agua, que era derramada a modo de sacrificio sobre el altar: «El último día de la fiesta, el más solemne, Jesús, puesto en pie, gritó: “Si alguno tiene sed de mí, venga a mí y beba el que crea en mí; como dice la Escritura, de su seno correrán ríos de agua viva”. Esto lo decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él» (Jn 7,37-39a). En la interpretación rabínica, el agua simbolizaba al Espíritu, que se esperaba para cuando apareciese el Mesías. Por esa razón Jesús no dice: «Yo soy el agua». Él es el que dará o concederá el agua. Pero esto no sucederá hasta que Jesús no sea glorificado por su muerte, como señala el mismo evangelista: «Porque aún no había Espíritu, pues todavía Jesús no había sido glorificado» (Jn 7,39b). Y es que, como veremos después, la donación del Espíritu a los creyentes tendrá que ser ganada por la muerte de Jesús.
Por eso Jesús transmite su enseñanza más importante sobre la misión del Espíritu en las horas inmediatamente anteriores a su pasión.
Comienza presentándolo como Defensor y Espíritu de la verdad: «Yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad, a quien el mundo no lo puede recibir, porque no le ve ni le conoce. Pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros y en vosotros está» (Jn 14,16-17). Lo llama «Paráclito», es decir, el «Defensor», el «Abogado», el que asiste a los discípulos. Y dice que es «otro Paráclito», porque el primer defensor es el mismo Cristo, que en la presencia del Padre intercede por nosotros continuamente. Lo llama también «Espíritu de la verdad», porque va a ser quien revele la verdad y quien haga vivir en la verdad. Y añade que no puede ser conocido por el mundo, es decir, por los poderes que se oponen a Dios y a su plan de salvación, sino sólo por los discípulos. Sólo ellos están capacitados para reconocer al Espíritu, porque estaba junto a ellos en la misma persona de Jesús, durante su ministerio, y ahora, después de la Pascua, estará con ellos y en ellos para siempre, actuando en el interior de sus corazones.
Poco después, Jesús nos presenta al Espíritu Santo como el maestro interior del cristiano: «Os he dicho estas cosas estando entre vosotros. Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn 14,25-26). El Espíritu no revelará cosas nuevas, porque la verdad de Dios ya ha sido revelada: es el mismo Jesucristo. Lo que hará el Espíritu es dar a los discípulos una inteligencia cada vez más profunda del misterio de Jesús, de su vida, de sus obras y palabras, hasta llevarnos a la comprensión plena de su persona y mensaje.
Jesús sigue diciendo que en el Paráclito los discípulos encontrarán la fuerza necesaria para no dejarse encadenar por la mentira del mundo y para permanecer fieles en su testimonio. Porque el Espíritu de la verdad les dará la certeza de la justicia de Cristo: «Cuando venga el Paráclito que yo os enviaré junto al Padre, él dará testimonio de mí. Pero también vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el principio» (Jn 15,26-27). «Él demostrará la culpabilidad del mundo en materia de pecado, de justicia y de juicio» (Jn 16,8-9).
Por último, Jesús nos presenta al Espíritu como el agente que nos va introduciendo en el misterio de la Trinidad: «Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa, pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga... Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho: Recibirá de lo mío y os lo comunicará a vosotros» (Jn 16,12-15).
Todos estos textos, que jalonan los discursos finales de Jesús después de la Última Cena, constituyen la base principal de nuestra fe en el Espíritu Santo. Pero también de nuestra fe en la Trinidad. En ellos, en efecto, descubrimos con toda claridad cómo el Padre da todo lo que tiene (lo que es) al Hijo, cómo el Hijo lo recibe y es el encargado de transmitirlo a los hombres, y cómo la riqueza de la vida divina nos es comunicada por el Espíritu Santo, enviado conjuntamente por el Padre y el Hijo.
3. Jesús comunica el Espíritu
La «hora de Jesús», el momento supremo establecido por el Padre para la salvación del mundo y que representa asimismo el momento de su glorificación, fue la de su muerte y resurrección. Como ya dijimos, fue el Espíritu quien transformó el fracaso de la cruz en ofrenda sacrificial de Jesús al Padre por amor de los hombres y quien lo resucitó de entre los muertos. Pues bien, en aquella «hora», Jesús, al morir, «entregó el Espíritu» (Jn 19,30). Aquel Espíritu que él había recibido del Padre, Jesús lo da ahora a los creyentes, precisamente en el acto de su muerte redentora. Por eso el domingo de Pascua, Jesús, dirigiéndose a los once y soplando sobre ellos les dijo: «Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20,22). Es decir, Jesús, «constituido Hijo de Dios en poder según el Espíritu de santificación por su resurrección de la muerte» (Rom 1,3- 4), da a sus discípulos el Espíritu para hacerlos hombres nuevos, capaces de cumplir la misión a ellos confiada: llevar a los hombres la misma vida que él había recibido del Padre (cf. Jn 6,57) y el mismo amor que el Padre tiene por él.
Y esto fue lo que se cumplió plenamente el día de Pentecostés, cuando el Espíritu descendió en forma de lenguas de fuego sobre los Apóstoles y la Virgen María, completando así su obra en la Pascua de Jesús. San Pedro lo explica en su discurso: «Pues bien, Dios resucitó a Jesús y todos nosotros somos testigos. Ahora, exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo que estaba prometido y lo ha derramado. Esto es lo que estáis viendo y oyendo» (Hch 22,32-33). En el relato de Pentecostés, el Espíritu se manifiesta a través de potentes imágenes que expresan su acción: el soplo del viento, es decir, el hálito de la nueva vida que comunica; las lenguas de fuego, que indican la capacitación y fortalecimiento para dar testimonio del Evangelio; el poder de hablar y comprender lenguas extranjeras, que sugiere la misión universal de los discípulos para agrupar a todos los pueblos en un solo Pueblo de Dios.
En Pentecostés comenzó la era de la Iglesia. Porque, a partir de aquel momento, Jesús continúa ejerciendo su misión a través de sus discípulos, a quienes les comunica el mismo Espíritu que él posee. Como Jesús, los discípulos van a ser dirigidos y guiados por el Espíritu. Pero, también como Jesús, los discípulos van a ser portadores y transmisores del Espíritu a todos los hombres. Por eso San Pedro acaba su discurso con esta exhortación: «Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de los pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo; pues la promesa es para vosotros y para vuestros hijos, y para todos los que están lejos, para cuantos llame el Señor Dios nuestro» (Hch 2,38-39).
Todos nosotros fuimos bautizados en una fuente de agua, signo del manantial de agua viva que se nos comunicaba, el Espíritu. Y, de este modo, nos convertimos en «ungidos» (cristianos), es decir, en personas transformadas por el Espíritu y portadoras del Espíritu, como partícipes del «Ungido» (Cristo) y de su triple misión. Así lo expresaba la bella oración que acompañó nuestra unción con el santo crisma: «Dios todopoderoso, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que os ha liberado del pecado y dado nueva vida por el agua y el Espíritu Santo, os consagre con el crisma de la salvación para que entréis a formar parte de su pueblo y seáis para siempre miembros de Cristo, sacerdote, profeta y rey».
Y esta gracia del Bautismo fue completada en nosotros por la Confirmación, cuando el obispo impuso sobre nosotros las manos y nos volvió a ungir. El Espíritu nos enriqueció entonces con una fuerza especial que nos vinculaba más fuertemente a la Iglesia y nos capacitaba para difundir y defender la fe, con obras y palabras, como auténticos testigos de Cristo. Entonces se cumplió en cada uno de nosotros la solemne promesa de Jesús al despedirse de este mundo: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta los confines de la tierra» (Hch 1,8).

EL ESPIRITU NOS GUIA HASTA LA VERDAD COMPLETA
AGUA
«Así dice la Escritura: De sus entrañas manarán ríos de agua viva. (Se refería al Espíritu que habían de recibir los creyentes en él) (Jn 7,38-39). El agua, elemento necesario para la vida y signo de la renovación obrada por Dios (cf. Ez 47,1-12; Za 14,8), se convierte en el N. T. en el signo sacramental del nuevo nacimiento en el Espíritu, el Bautismo.»

1. El Espíritu Santo y la Revelación
Dios, que es invisible, ha querido manifestarse a los hombres y darles a conocer el misterio de su voluntad (cf. Ef 1,9). Y esto la ha hecho de muchas maneras desde el origen mismo del mundo.
En primer lugar, al crear y conservar el universo por su Palabra, ha ofrecido a los hombres en la creación un testimonio perenne de sí mismo. Como dice San Pablo, «lo invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad, se deja ver a la inteligencia desde la creación del mundo a través de sus obras» (Rom 1,20). Además, queriendo abrir el camino de la salvación, Dios se reveló desde el principio a nuestros primeros padres. Y, después de su caída, los levantó a la esperanza de la salvación con la promesa de la redención.
Después, ha cuidado continuamente del género humano, ha inscrito su ley en la conciencia de todo hombre para que sepa discernir entre el bien y el mal, y ha ofrecido su salvación a todos los que le buscan con sincero corazón. Por eso no es extraño que los hombres de todos los tiempos hayan tenido una cierta percepción de esa fuerza misteriosa que dirige el mundo y los acontecimientos de la vida humana; y que muchos incluso hayan reconocido a Dios y hayan impregnado toda su vida de un íntimo sentido religioso. Así lo atestigua la historia de las religiones.
Pero, como a causa del pecado, los hombres se ofuscaron en sus razonamientos, adoraron y sirvieron a las criaturas en vez del Creador, y cayeron en todo tipo de perversiones (cf. Rom 1,18-25), Dios, movido por su amor, decidió manifestarse más claramente a los hombres, hablarles como amigos y tratar con ellos para invitarlos y recibirlos en su compañía.
Para reunir a la humanidad dispersa, comenzó llamando a Abrahán para hacerlo padre de un gran pueblo (cf. Gén 12,2-3). Y, en efecto, después de la época de los patriarcas, Dios constituyó a Israel como su pueblo, salvándolo de la esclavitud de Egipto, y lo fue instruyendo por medio de Moisés y los profetas para que lo reconocieran a él como Dios único y verdadero, como Padre providente y justo juez. Además, fue despertando en ese pueblo una gran esperanza: un día, Dios purificaría todas las infidelidades de la humanidad y ofrecería la salvación definitiva, no sólo al pueblo de Israel, sino a todos los hombres (cf. Ez 36; Is 49,5-6). De este modo, Dios, a través de su «aliento» misterioso, fue preparando a través de los siglos el camino del Evangelio.
Y, por fin, llegó el día de la manifestación definitiva: «Dios habló a nuestros padres en distintas ocasiones y de muchas maneras; en estos últimos tiempos nos ha hablado por su Hijo» (Heb 1,1-2). Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre que actuó y habló movido por el Espíritu de Dios, es la Palabra única, perfecta e insuperable del Padre. En él, Dios nos lo ha dicho ya todo, no le queda más por decir. Con sus palabras y obras, con sus signos y milagros, y, sobre todo, con su muerte y gloriosa resurrección, Jesús nos ha revelado toda la hondura del amor que es Dios y su designio admirable sobre nosotros.
Pero la plenitud de la revelación de Jesús sólo se produjo cuando él envió al Espíritu de la verdad. Ya lo anunció a los apóstoles en el Cenáculo: «Muchas cosas tengo todavía que deciros, pero ahora no podéis con ellas. Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa; pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga» (Jn 16,12-13). Fue, pues, el Espíritu Santo quien concedió luz a los apóstoles para que conocieran la «verdad completa» del Evangelio de Cristo, para que ellos y sus sucesores pudieran anunciarla a todas las gentes (cf. Mt 28,19).
2. El Espíritu Santo y la transmisión de la Revelación
La revelación definitiva de Dios en Jesús, nosotros sólo la conocemos a través del testimonio de los apóstoles.
Como lo que Dios había revelado tenía que servir para la salvación de toda la humanidad, Dios mismo estableció la manera de conservarlo íntegro para siempre y transmitirlo a todas las edades.
a) La transmisión de los Apóstoles
Cristo mandó a los apóstoles predicar el Evangelio a todos los hombres, como fuente de toda verdad salvadora y de toda norma de conducta (cf. Mt 28,19-20). Los apóstoles cumplieron fielmente este mandato, transmiténdonos todo lo que habían aprendido de las obras y palabras de Jesús y lo que el Espíritu Santo les había enseñado. Y lo hicieron de dos maneras: oralmente, es decir, con su predicación, y por escrito, ya que los mismos apóstoles y otros de su generación pusieron por escrito el mensaje de la salvación.
Tanto la transmisión oral como la escrita, se hicieron bajo la inspiración y la asistencia del Espíritu Santo. Sólo él es capaz de garantizar que la verdad transmitida coincida con la verdad revelada. Esta intervención del Espíritu en la predicación de los apóstoles comenzó ya el día de Pentecostés: «... quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse» (Hch 2,4). San Pedro tiene plena conciencia de esta acción del Espíritu, cuando escribe: «... éste es el mensaje que ahora os anuncian quienes os predican el Evangelio, en el Espíritu Santo enviado desde el cielo» (1 Pe 1,12).
b) La transmisión de la Iglesia
Después de la muerte de los apóstoles, la Revelación tenía que darse a conocer a los hombres de todos los tiempos. Y esta es la tarea asignada a la Iglesia. Por eso San Pablo escribía a sus discípulos: «Así, pues, hermanos, manteneos firmes y conservad las tradiciones que habéis aprendido de nosotros, de viva voz o por carta» (2 Tes 2,15).
Las últimas palabra del Apóstol ya nos indican que la Iglesia tendrá que conservar lo transmitido por los apóstoles de dos modos:
1) En la Sagrada Escritura conservará lo que ellos escribieron.
2) En la Tradición, es decir, en su enseñanza, su vida y su culto, conservará lo que ellos hicieron y enseñaron oralmente.
Sagrada Escritura y Tradición son para nosotros las fuentes donde encontramos la Revelación. Ambas están estrechamente unidas, ya que manan del mismo manantial, se unen en un mismo caudal y corren hacia el mismo fin (cf. Dei Verbum, 8). Y ambas constituyen el depósito sagrado de la palabra de Dios, confiado a la Iglesia.
Ya hemos dicho que el Espíritu Santo está en el origen de este depósito de la fe, por cuanto que ha inspirado tanto la Sagrada Escritura como la predicación oral de los apóstoles que nos transmite la Tradición. Pero, para que este depósito sea conservado y transmitido por la Iglesia, el Espíritu necesita hacer aún otras dos operaciones:
1) Ayudar a que los creyentes acojan con fe y crezcan en la comprensión de las palabras e instituciones transmitidas. Esta acción interna del Espíritu Santo nos acompaña cuando contemplamos y estudiamos estas verdades, cuando profundizamos en los misterios que vivimos, y cuando escuchamos su proclamación por parte de los sucesores de los apóstoles.
2) Asistir al Magisterio de la Iglesia para que enseñe e interprete auténticamente la palabra de Dios, oral o escrita. Porque los obispos, en comunión con el sucesor de Pedro, el obispo de Roma, tienen por mandato divino la misión de custodiar celosamente y explicar con fidelidad el depósito de la fe. Y, en el ejercicio de esta misión, cuentan con la asistencia del Espíritu Santo.
Gracias a esta doble acción del Espíritu Santo, la Iglesia es infalible, no se puede equivocar al presentar e interpretar la doctrina revelada. Este don de la infalibilidad está concedido, en primer lugar, a todo el pueblo de Dios: la totalidad de los creyentes no puede equivocarse cuando, desde los obispos hasta el último de los laicos cristianos, muestran estar totalmente de acuerdo en cuestiones de fe y moral. Y esta infalibilidad reside también en aquellos que, por voluntad de Jesús, tienen la capacidad de representar a todo el pueblo de Dios: en el Papa, cuando como Pastor supremo enseña definitivamente una doctrina, y en el Cuerpo Episcopal, cuando ejerce el magisterio supremo presidido por el sucesor de Pedro.
3. La Sagrada Escritura, inspirada por el Espíritu Santo
Hemos dicho que la revelación de Dios nos llega al mismo tiempo a nosotros por la Sagrada Escritura y por la Tradición. Vamos a fijarnos ahora especialmente en la palabra de Dios escrita, en la Biblia.
El Concilio Vaticano II afirma: «La santa madre Iglesia, fiel a la fe de los Apóstoles, reconoce que todos los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, con todas sus partes, son sagrados y canónicos, en cuanto que, escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios como autor, y como tales han sido confiados a la Iglesia» (Dei Verbum, 11). Desentrañemos el significado de esta declaración solemne.
La Sagrada Escritura es, a la vez, un libro divino y humano. Es divino porque tiene a Dios por autor, ya que las verdades que en él se contienen se consignaron por inspiración del Espíritu Santo. Y es humano porque, en la composición de los libros sagrados, Dios se valió de hombres elegidos, que usaron de todas sus facultades y talentos; de este modo, obrando Dios en ellos y por ellos, como verdaderos autores, pusieron por escrito todo y sólo lo que Dios quería (cf. Dei Verbum, 11). Y, como todo lo que afirman los autores inspirados lo afirma el Espíritu Santo, se sigue que estos libros sagrados nos enseñan fielmente y sin error la verdad que Dios ha querido transmitirnos para nuestra salvación.
Ahora bien, si en la Sagrada Escritura Dios habla al hombre a la manera de los hombres, para interpretarla bien es preciso estar atento, tanto a lo que los autores humanos quisieron verdaderamente afirmar, como a lo que Dios quiso manifestarnos a través de sus palabras. Para descubrir la intención de los autores sagrados, es preciso tener en cuenta la cultura, la historia y los modos de hablar y de escribir de la época en que escribieron. Para captar lo que Dios nos quiere decir, hemos de tener en cuenta este gran principio: «La Escritura se ha de leer e interpretar con el mismo Espíritu con que fue escrita» (Dei Verbum, 12). Y esto se logra aplicando estos cuatro criterios:
1) Se ha de leer a la luz de la fe, que es la que nos permite recibirla como palabra de Dios.
2) Se ha de leer desde Cristo, porque, por muy diferentes y distantes que sean los libros que la componen, todos manifiestan el único designio de Dios, cuyo centro y corazón es Cristo Jesús.
3) Se ha de leer en la Tradición viva de la Iglesia, ya que la Revelación va dirigida a todo el pueblo de Dios, que conserva su memoria viva en la Tradición y cuenta con la asistencia del Espíritu Santo para interpretarla auténticamente.
4) Se ha de leer situando cada cosa en el conjunto, ya que existe una cohesión entre todas las verdades que enseña, dentro del proyecto total de la Revelación.
En cuanto a su contenido, recordemos que la Sagrada Escritura se compone de Antiguo y Nuevo Testamento. Los 46 libros del Antiguo Testamento, aunque contienen elementos imperfectos y pasajeros, están divinamente inspirados y conservan un valor permanente. Nos enseñan la pedagogía divina, que fue preparando y anunciando la venida de Cristo, y contienen enseñanzas sublimes sobre Dios y sobre el hombre. Los 27 escritos del Nuevo Testamento nos ofrecen la verdad definitiva de la revelación divina, porque su objeto central es Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, sus obras, sus enseñanzas, su pasión y glorificación, así como los comienzos de su Iglesia bajo la acción del Espíritu Santo. Y, entre los escritos del Nuevo Testamento, sobresalen los cuatro Evangelios, corazón de toda la Biblia, por ser el testimonio principal de la vida y doctrina de la Palabra hecha carne, nuestro Salvador.
Finalmente, conviene que ponderemos la importancia de la Biblia para nuestra vida de creyentes. El Vaticano II compara la importancia de la Sagrada Escritura para la Iglesia con la que tiene la Eucaristía (cf. Dei Verbum, 21). Y es que la Sagrada Escritura y la Eucaristía hacen la Iglesia. Para explicar esta función constitutiva de la palabra de Dios escrita, el mismo Concilio hace tres afirmaciones muy importantes:
1) La Sagrada Escritura es «sustento y vigor de la Iglesia». En efecto, ella es la norma suprema de la fe, junto con la Tradición, y el alimento de toda su predicación y vida.
2) La Sagrada Escritura es «firmeza de fe para sus hijos». Pues a través de ella adquirimos la ciencia suprema de Jesucristo. «Desconocer la Escritura es desconocer a Cristo» (Dei Verbum, 25).
3) La Sagrada Escritura es «alimento del alma, fuente límpida y perenne de vida espiritual». Es decir, es (debe ser) el alimento principal de nuestra vida personal de fe. Ningún libro es comparable a la Biblia, ni en cuanto a su verdad ni en cuanto a la energía que trasmite; porque Dios hace siempre lo que dice.
Aunque, para que esto suceda, tendremos que prestar atención a este último consejo del Concilio: «Recuerden que, a la lectura de la Biblia, debe acompañar la oración para que se realice el diálogo de Dios con el hombre; pues a Dios hablamos cuando oramos, a Dios escuchamos cuando leemos sus palabras» (Dei Verbum, 25). Es una forma de recordarnos que la Biblia es una inmensa declaración de amor que está exigiendo una respuesta de amor.

EL ESPIRITU NOS HACE HOMBRES NUEVO

LUZ
«Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo... luz que penetras las almas» (Secuencia de Pentecostés). Como la columna luminosa que alumbraba el caminar del pueblo por la noche (cf. Ex 13,21-22), el Espíritu Santo guía a los discípulos de Jesús hacia la verdad completa, como «maestro interior» (cf. Jn 16,13-15).

El Espíritu Santo es Dios dado como vida al hombre, no desde fuera sino desde dentro de su subjetividad, intimidad y libertad constitutiva. Esta acción transformadora del Espíritu que crea un hombre nuevo, es explicada por San Pablo con tres imágenes potentes: «Es Dios quien a nosotros y a vosotros nos confirma en Cristo, nos ha ungido, nos ha sellado y ha depositado las arras del Espíritu en nuestros corazones» (2 Cor 1,21-22; cf. Ef 1,13; Ef 4,30).
La unción, acción simbólica que consiste en derramar aceite sobre la cabeza, remite a la fuerza de Dios derramada en el interior del hombre y que lo va abriendo desde dentro de su ser a la palabra, la experiencia y la misión que Dios le encarga.
El sello, que es la marca que los amos imprimían en la piel de los esclavos de su propiedad, es, a la vez, signo de propiedad y protección: somos de Dios y él nos protege como cosa suya.
Las arras, que era la cantidad que se adelantaba como prenda en un contrato, indican que el don del Espíritu es prenda y promesa de la plenitud que Dios nos dará.
Vamos a describir esta nueva vida creada en nosotros por el Espíritu con la ayuda del rico vocabulario que ha ido consagrando la tradición cristiana, a partir del Nuevo Testamento.
1. El Espíritu crea una nueva vida: la gracia santificante
El anuncio del Evangelio se presenta en el Nuevo Testamento, no sólo como una propuesta de sentido o como un mensaje moral, sino, ante todo, como un acontecimiento del que nace una nueva existencia. Se trata de una nueva creación fruto de una alianza nueva de Dios con el hombre, que ha producido un hombre nuevo: «Renovaos en vuestro espíritu y vestíos del hombre nuevo, creado según Dios en justicia y santidad verdaderas» (Ef 4,23-24).
Esta nueva existencia está constituida por la acción de las tres divinas Personas y por la nueva relación del hombre con ellas. Se trata, por tanto, de tres acciones y tres relaciones distintas, pero estrechamente coordinadas: «La gracia del Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros» (2 Cor 13,13). Y esta triple acción permite que llamemos a esta nueva vida de tres formas distintas según la acción que acentuemos:
1. Vida divina. Con este nombre acentuamos el origen y el contenido de la nueva existencia: Dios Padre nos concede participar de su propia vida, que es amor.
2. Vida cristiana. Este nombre indica la mediación encarnativa y la forma modélica de la nueva existencia: Dios se nos ha dado en Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre. Por eso, Jesús es la gracia, el don del Padre y el paradigma de la vida divina realizada humanamente. La nueva forma de existir consiste en conformarnos con Cristo, en imitarle e incorporarnos a él, para llegar a ser por adopción lo mismo que él es por naturaleza.
3. Vida espiritual. Este tercer nombre quiere expresar que Dios no es solamente el donante y el don, sino también el que hace posible que aceptemos ese don. Porque el Espíritu Santo es Dios mismo que se integra en nuestra subjetividad para hacer posible desde dentro esta nueva existencia. Él llama, alienta, atrae y sopla, favoreciendo y potenciando nuestros propios dinamismos para que sean capaces de abrirse a las relaciones trinitarias.
Si en vez de contemplar la nueva existencia desde el punto de vista de las Personas divinas, como acabamos de hacer, la contemplamos desde el hombre que es transformado, nos encontraremos con otras dos expresiones, que intentan designar el nuevo ser y el nuevo dinamismo vital que recibimos:
1. Gracia santificante. Es como el nuevo ser, porque es el don gratuito que Dios nos hace de su propia vida, infundida por el Espíritu Santo en nuestra alma para curarla del pecado y santificarla. Se trata, por tanto, de un don habitual, de una disposición estable y sobrenatural, que eleva y perfecciona el ser natural del hombre para hacerlo capaz de vivir con Dios y de obrar por su amor. En definitiva, es participación en la misma vida de Dios, porque nos introduce en la intimidad de la vida trinitaria: nos hace hijos adoptivos del Padre y miembros de Cristo, movidos por el Espíritu Santo. La debemos distinguir de las «gracias actuales», que designan intervenciones puntuales de Dios en el origen de la conversión o en cualquier momento de nuestra vida.
2. Santidad. Es el desarrollo vital de los que participan de la vida divina por la gracia santificante. Es un proceso de crecimiento, un camino, que tiene un punto de partida y una meta. El inicio es lo que llamamos «justificación», que es la acción del Espíritu Santo que arranca al hombre del pecado, purifica su corazón, lo santifica y lo renueva por dentro. La meta es la plenitud de la vida cristiana, la perfección de la caridad que experimentaremos cuando veamos a Dios cara a cara y seamos incorporados definitivamente a su vida. Entre estos dos puntos discurre el camino de la santidad, que ha sido bellamente descrito por el Vaticano II: «Una misma es la santidad que cultivan, en los diversos géneros de vida y ocupación, todos los que, movidos por el Espíritu de Dios y obedientes a la voz del Padre, adorándole en espíritu y verdad, siguen a Cristo pobre, humilde y cargado con la cruz para merecer tener parte en su gloria. Sin embargo, cada uno, según sus dones y funciones, debe avanzar con decisión por el camino de la fe viva, que suscita esperanza y obra por la caridad» (Lumen gentium, 41).
Una última cuestión: ¿Cuándo y cómo nace esta nueva existencia? La respuesta del Nuevo Testamento es clara: el hombre nuevo es resultado de un renacimiento, el bautismo. Allí somos insertados en el destino de Jesús, en su muerte y resurrección, y somos transformados por el Espíritu; allí se produce lo que hemos llamado «justificación», que equivale a una nueva creación. La Sagrada Escritura expresa esta recreación del Espíritu con dos grandes símbolos, el fuego y el agua. El fuego simboliza la acción de Dios que purifica y depura. No se trata de un fuego que llega desde fuera y calcina al objeto, sino de una llama que se introduce en el corazón del hombre, lo purifica y lo hace renacer (cf. Mal 3,2; Za 13,9; Mt 3,11; 1 Pe 1,7). Y en el Evangelio de Juan, el Espíritu aparece sobre todo como agua viva que se derrama, cala lo reseco, fecunda lo agotado y calma la sed. Así aparece en los diálogos de Jesús con Nicodemo (cf. Jn 3,1-8) y la samaritana (cf. Jn 4,10-16), y, sobre todo, en la gran declaración, de Jn 7,37-39.
2. El Espíritu nos da unas nuevas facultades: las virtudes teologales
En la descripción de la santidad que hace el Vaticano II, y que acabamos de citar, aparecen las tres «virtudes teologales»: la fe, la esperanza y la caridad. Son las nuevas capacidades que adaptan las facultades del hombre para vivir en relación con la Santísima Trinidad. Nos son infundidas por el Espíritu Santo junto con la gracia santificante y nos hacen capaces de obrar como hijos de Dios. Por eso son las que fundan, animan y caracterizan el obrar moral del cristiano.
La fe es la virtud teologal por la que creemos en Dios y en todo lo que él nos ha dicho y revelado y que la Iglesia nos propone para creerlo.
Por la esperanza deseamos y esperamos de Dios, con una firme confianza, la vida eterna y las gracias para merecerla.
Por la caridad amamos a Dios sobre todas las cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios.
Aunque se distinguen entre sí, las tres virtudes teologales están íntimamente unidas. En realidad componen una única actitud fundamental, como subraya el Vaticano II al hablarnos de «la fe viva, que suscita esperanza y obra por la caridad» (Lumen gentium, 41). Y la que las unifica es la más importante de ellas, la caridad, fuente y término de toda la vida cristiana. Porque la caridad es la que purifica nuestra facultad humana de amar y la eleva a la perfección sobrenatural del amor divino. Con razón dice San Pablo: «Si no tengo caridad, nada soy; si no tengo caridad, nada me aprovecha» (1 Cor 13,1-4). Y también: «Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de todas ellas es la caridad» (1 Cor 13,13).
3. El Espíritu nos da nuevos instintos: los dones
Íntimamente relacionados con las virtudes teologales, están los llamados «dones del Espíritu Santo».
Estamos viendo la multiplicidad de dones que el Espíritu Santo concede, tanto para el crecimiento de la vida cristiana como para el desarrollo de la comunidad; tanto en el orden de la naturaleza como en el de la gracia. En realidad, toda la vida, natural y sobrenatural, es don del Espíritu.
Pero la expresión «dones del Espíritu Santo», en el lenguaje eclesial, se reserva para designar unas disposiciones permanentes que el Espíritu infunde en el alma para perfeccionamiento de las virtudes sobrenaturales, con el fin de hacer al hombre dócil para seguir los impulsos del Espíritu. Santo Tomás de Aquino habla de ellos como de «un cierto instinto superior», que nos lleva a acoger con facilidad las mociones del Espíritu.
Según un famoso texto de Isaías (cf. Is 11,1-2), que fue pronunciado sobre nosotros en el momento de la Confirmación, los dones del Espíritu son siete: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios.
No existe unanimidad a la hora de explicar el efecto propio de cada uno de estos dones. Pero, si nos fijamos con atención, parecen querernos facilitar como tres grandes operaciones, que nos llevan a distribuirlos en tres grupos:
1. Dones que nos facilitan comprender a Dios y su voluntad, sobre nosotros: sabiduría, inteligencia y ciencia.
2. Dones que nos facilitan el decidir de acuerdo con esa voluntad divina: consejo y fortaleza.
3. Dones que nos facilitan el permanecer y crecer en la relación personal con Dios: piedad y temor de Dios.
Una bella identificación de cada uno de ellos, que responde bastante a la opinión tradicional más extendida, es la que aparece en esta oración moderna:
«Espíritu Santo, llena mi alma con la abundancia de tus dones.
Dame el don de la SABIDURÍA para gustar las cosas que Dios ama y apartarme de los valores que me apartan del Evangelio de Jesús.
Dame el don de INTELIGENCIA para vivir con fe viva toda la riqueza de la verdad cristiana.
Dame el don de CONSEJO para que en medio de los acontecimientos pueda descubrir lo mejor y crecer en la fe bautismal.
Dame el don de FORTALEZA de manera que sea capaz de vencer todos los obstáculos que encuentre en el camino del seguimiento de Jesús.
Dame el don de CIENCIA para discernir claramente entre el bien y el mal, la falsedad y la mentira, el camino ancho y la puerta estrecha que conduce al Reino.
Dame el don de PIEDAD para amar a Dios como Padre y reconocer en los hombres y mujeres a los hermanos que tengo que servir y donde Dios me está esperando.
Dame el don de TEMOR DE DIOS para escuchar y acoger con fidelidad la plenitud de la revelación realizada en el Hijo de Dios, Jesús de Nazaret, el Mesías.»
4. El Espíritu nos hace imágenes de Cristo: los frutos
La tradición cristiana nos habla de unos «frutos del Espíritu», es decir, de unas perfecciones que forma en nosotros el Espíritu Santo como primicias de la gloria eterna. Sería como el resultado de toda la acción transformadora del Espíritu en el hombre.
Siguiendo a San Pablo, en un texto de la Carta a los Gálatas (5,22-23) en su traducción latina, se enumeran hasta doce frutos: amor, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia, castidad.
Todas estas perfecciones coinciden básicamente con las que se enumeran al principio de ese discurso programático de Jesús que es el Sermón del Monte. Las Bienaventuranzas (cf. Mt 5,1-11) son el centro de la predicación de Jesús y el resumen de todo el Evangelio, precisamente porque dibujan el rostro de Cristo y describen su caridad. Y, por ofrecer el retrato de Cristo, perfilan del mejor modo posible el retrato del hombre nuevo creado por la acción del Espíritu.
Comienzan situándonos ante la meta de la existencia humana: vivir con Dios, participar de su propia felicidad. De este modo, conectan con el deseo natural de felicidad que Dios ha puesto en el corazón del hombre, a fin de atraerlo hacia él, que es el único que lo puede saciar. Pero, para llegar ahí, hay que acertar el camino, que no es otro que el de Jesús, el camino de la cruz; de ahí que las bienaventuranzas sean promesas paradójicas, puesto que ofrecen la felicidad a cambio de situaciones que parecen infelices. Y este camino de cruz que conduce a la gloria es el que se concreta en unas actitudes, que deben ser las características y distintivas de la vida cristiana. Pero estas actitudes sólo son posibles gracias a la acción del Espíritu. Por eso, la pobreza de espíritu, la limpieza de corazón, la misericordia, el espíritu de paz, etc., antes que exigencias, son dones; son el resultado tangible de toda esa acción misteriosa y silenciosa del «dulce huésped del alma» que lleva al hombre más allá de sus posibilidades naturales para adentrarlo en la hoguera inefable del amor divino.

EL ESPIRITU HACE DE DOS UNA SOLA CARNE

MANO
«Les impusieron las manos y recibieron el Espíritu Santo» (Hch 8,17). Jesús curaba imponiendo las manos (cf. Mc 6,5; 8,23). Los apóstoles hicieron lo mismo (cf. Mc 16,18; Hch 5,12). Pero los apóstoles utilizaron la imposición de manos sobre todo para infundir el Espíritu. Y lo mismo sigue haciendo la iglesia en los sacramentos.

El matrimonio es un lugar donde confluye y brilla con especial intensidad toda la acción creadora y santificadora del Espíritu Santo. Por eso no resulta extraño el hecho que constata el Catecismo de la Iglesia Católica: «La Sagrada Escritura se abre con el relato de la creación del hombre y de la mujer a imagen y semejanza de Dios (Gén 1,26-27) y se cierra con la visión de las bodas del Cordero (Ap 19,7.9). De un extremo a otro la Escritura habla del matrimonio y de su misterio, de su institución y del sentido que Dios le dio, de su origen y de su fin, de sus realizaciones diversas a lo largo de la historia de la salvación, de sus dificultades nacidas del pecado y de su renovación en el Señor (1 Cor 7,39), todo ello en la perspectiva de la Nueva Alianza de Cristo y de la Iglesia (cf. Ef 5,31-32)» (Catecismo, n. 1602). Más aún, la Escritura convierte el amor conyugal en el gran símbolo para explicar el amor de Dios hacia los hombres.
Para explicar la acción multiforme del Espíritu en esta realidad humana privilegiada, vamos a seguir las invocaciones que vertebran la bella «Bendición nupcial» del rito católico del Matrimonio.
1. El matrimonio en el orden de la creación
«Oh Dios, que con tu poder creaste todo de la nada, y, desde el comienzo de la creación, hiciste al hombre a tu imagen y le diste la ayuda inseparable de la mujer, de modo que ya no fuesen dos, sino una sola carne, enseñándonos que nunca será lícito separar lo que quisiste fuera una sola cosa».
El matrimonio no es una institución puramente humana; ha salido de las manos del Creador: «Dios creó al ser humano a su imagen y semejanza; hombre y mujer los creó» (Gén 1,27). La diferenciación sexual forma parte del ser del hombre tal como fue creado por Dios. No existe el ser humano «en sí»; el ser humano existe únicamente como hombre o como mujer. Dos modos de ser hombre diferentes pero con igual dignidad, que se atraen y están llamados a complementarse. Es significativa la expresión admirativa del primer hombre cuando ve ante sí a la mujer: «Esto sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne» (Gén 2,23). La Escritura presenta así el enamoramiento entre hombre y mujer como el reconocimiento agradecido y emocionado del hombre a su Creador.
Y este misterio del hombre y de la mujer es tan profundo que su mutua alianza se convierte en imagen y semejanza de la alianza de Dios con los hombres; en representación del amor, la fidelidad y la fuerza creadora de Dios. Dios, que es Amor (cf. 1 Jn 4,8.16), ha creado al hombre a su imagen y semejanza, es decir, con capacidad y vocación de amar. Y, con ello, ha mostrado la cumbre y el sentido de toda su obra creadora. El Espíritu, que «planeando sobre las aguas» ha ido dando vida a todas las criaturas, como reflejo de la bondad y belleza de Dios, en el hombre ha plasmado la misma esencia de Dios: el amor. Y con ello nos ha manifestado que todo nace del Amor, que todo es creado por el Amor y que todo tiene como fin el Amor.
No es extraño, pues, que el amor entre el hombre y la mujer sea muy bueno a los ojos del Creador (cf. Gén 1,31). Por ello forma parte de la revelación de Dios ese poema de amor apasionado que es el Cantar de los Cantares. No encontraremos en la Biblia ningún tipo de hostilidad hacia el amor sexual. Aunque tampoco será sacralizado o mitificado, como ocurre en otras culturas. Precisamente por su misma bondad y belleza creatural, el amor sexual siempre estará referido a algo que está por encima. Al igual que ocurre con el resto de la creación, no tiene su fundamento ni su meta en sí mismo. El amor finito y limitado entre el hombre y la mujer es la imagen que remite a otro amor absoluto, que es el único capaz de saciar el corazón del hombre.
La Escritura describe también las calidades y finalidad del amor entre hombre y mujer. Afirma, en primer lugar, que hombre y mujer se necesitan para realizarse: «No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada» (Gén 2,18). Dios ofrece, pues, una ayuda, que juzga necesaria, para que la persona pueda desplegar todas sus potencialidades. Y esta ayuda, en cuanto ofrecida por Dios, significa y trae el mismo auxilio divino. Dios actúa en cada cónyuge a través del otro. Naturalmente, esto exige que la unión de ambos sea indefectible: el otro forma parte de mí mismo; separarme de él sería destruirme: «Se hacen una sola carne» (Gén 2,24). Por otra parte, este amor está destinado a ser fecundo y a realizarse en la obra común del cuidado de la creación: «Y los bendijo Dios y les dijo: Sed fecundos y multiplicaos, y llenad la tierra y sometedla» (Gén 1,28). Si «no es bueno que el hombre esté solo», tampoco es bueno que la pareja esté sola. Porque si el otro me ha de ayudar a realizarme, no puede servirme para cerrarme, sino para abrirme.
2. El Matrimonio bajo la esclavitud del pecado
«Oh Dios, que unes la mujer al varón y otorgas a esta unión, establecida desde el principio, la única bendición que no fue abolida ni por la pena del pecado original, ni por el castigo del diluvio».
Todos los hombres, desde el primero, vivimos la experiencia del mal, del pecado. Y esta ruptura suicida con nuestro Creador, tiene consecuencias dramáticas para la relación hombre-mujer. No podía ser de otro modo: si rompo con Dios, el otro deja de ser para mí el signo y portador del auxilio divino; y, en vez de ayuda, se convierte en problema y obstáculo.
Lo vemos ya en la primera pareja. Comienzan a acusarse mutuamente: «La mujer que me diste por compañera me dio del árbol y comí» (Gén 3,12). Su atractivo mutuo se cambia en relaciones de dominio y concupiscencia: «Hacia tu marido irá tu apetencia y él te dominará» (Gén 3,16b). La hermosa vocación a la fecundidad se convierte en una carga: «Tantas haré tus fatigas cuantos sean tus embarazos: con dolor parirás los hijos» (Gén 3,16a). Y el dominio sobre lo creado se torna esclavitud: «Maldito sea el suelo por tu causa: con fatiga sacarás de él el alimento todos los días de tu vida. Espinas y abrojos te producirá, y comerás la hierba del campo. Con el sudor de tu rostro comerás el pan» (Gén 3,17-19).
En todo tiempo, la unión del hombre y la mujer vive amenazada por la discordia, el espíritu de dominio, la infidelidad, los celos y conflictos que pueden conducir hasta el odio y la ruptura. Y todos estos desórdenes ponen de manifiesto una contradicción profunda del ser humano: creado para amar, pero impotente para vivir un amor pleno.
Sin embargo, la última palabra en la relación hombre-mujer no es el fracaso. Porque Dios sigue siendo siempre fiel al matrimonio, no se desdice ni se vuelve atrás, a pesar del pecado. Vemos con qué solicitud sigue cuidando a la primera pareja: «Dios hizo para el hombre y su mujer túnicas de piel y los vistió» (Gén 3,21). Lo que ocurre es que, a partir del primer pecado, el hombre y la mujer necesitan la ayuda de la gracia misericordiosa de Dios, que les cura las heridas del pecado y les devuelve la capacidad de amarse. Sin esta ayuda, el hombre y la mujer no pueden llegar a realizar esa unión de sus vidas que Dios estableció al comienzo.
Y el perdón y la fidelidad de Dios tienen también un sentido ejemplar para la pareja. Después del pecado, amarse es también ser capaces de perdonarse. Vivir en fidelidad supone tener el valor de rehacerla cuando ha sido destruida. En una palabra, en la situación actual del hombre, el amor ha de tener fuerza suficiente para superar y vencer al pecado. Y esta fuerza, como vamos a ver, sólo puede venir de Dios.
3. El Matrimonio en el Señor
«Oh Dios, que consagraste la alianza matrimonial con un gran Misterio y has querido prefigurar en el Matrimonio la unión de Cristo con la Iglesia».
En el umbral de su vida pública, Jesús realizó su primer signo, a petición de su Madre, con ocasión de un banquete de boda (cf. Jn 2,1-11). Los cristianos han concedido una gran importancia a la presencia de Jesús en las bodas de Caná. Han visto en ella la confirmación de la bondad del matrimonio y el anuncio de que, en adelante, Cristo estará siempre presente en el matrimonio. Y que estará de forma activa, dando vino a los que no lo tienen, es decir, otorgando la capacidad de amar a los que no tienen suficiente fuerza para amarse.
Durante su predicación, Jesús, en el curso de una disputa con los fariseos, se vio confrontado con la cuestión de si a un hombre le es lícito repudiar a su mujer (cf. Mt 19,3-9). Sin entrar en la discusión casuística, Jesús enseñó sin ambigüedad el sentido original de la unión del hombre y de la mujer, tal como el Creador la quiso al comienzo, y concluyó con esta sentencia: «Lo que Dios unió, que no lo separe el hombre». De hecho, sus oyentes interpretaron que se trataba de una exigencia irrealizable (cf. Mt 19,10). Pero la intención de Jesús no fue la de imponer a los esposos una carga imposible de llevar y demasiado pesada; porque, como había dicho en otra ocasión, su yugo era suave y su carga ligera (cf. Mt 11,29-30). Jesús es muy consciente de la dureza de corazón del ser humano y sabe que sólo si Dios le concede un «corazón nuevo» será capaz de corresponder a la voluntad de Dios. Por eso la sentencia que pronuncia no es una ley dura, sino una promesa de salvación y de gracia: la venida del Reino de Dios va a restablecer el orden inicial de la creación perturbado por el pecado, porque dará la fuerza y la gracia para vivir el matrimonio según el plan de Dios. Siguiendo a Cristo, renunciando a sí mismos, tomando sobre sí sus cruces (cf. Mt 8,34) y acogiendo la gracia que se deriva de la Cruz de Cristo, los esposos podrán comprender y vivir el gran don del matrimonio.
Es lo que el apóstol Pablo da a entender diciendo: «Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla» (Ef 5,25-26), y añadiendo en seguida: «Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne. Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y a la Iglesia» (Ef 5,31-32). En este texto, el más importante del Nuevo Testamento sobre el matrimonio, Pablo presenta la alianza entre el hombre y la mujer como signo de la alianza entre Cristo y la Iglesia. Ya en el Antiguo Testamento, la alianza entre hombre y mujer se convirtieron en «imagen y semejanza» de la alianza de Dios con el hombre (cf. Os 1; 3; Jr 2; 3; 31; Ez 16; 23; Is 54; 62); el matrimonio fue como la gramática que sirvió para expresar el amor y la fidelidad de Dios. Pero el pacto de Dios con los hombres halló su realización definitiva e insuperable en Cristo. Jesucristo es la alianza de Dios con los hombres hecha persona. Porque en Jesucristo Dios ha pronunciado de una forma totalmente única, definitiva e insuperable su sí al ser humano; y en Jesucristo el hombre le ha dicho sí a Dios con una obediencia total e irreversible. Y esta «nueva y definitiva alianza» ha producido, según Pablo, un cambio cualitativo importante en el matrimonio. En dos sentidos, que van a marcar la originalidad del matrimonio cristiano.
En primer lugar, «los casados en el Señor» (1 Cor 7,39), se han de amar «como Cristo amó a la Iglesia». Si Cristo ama a la Iglesia diciéndole un sí incondicional, los esposos deben también comprometerse de forma irreversible. Si Cristo se ha entregado por completo hasta dar su propia vida, los esposos deben entregarse todo lo que son y tienen. Si Cristo ama a la Iglesia, aun como Iglesia de pecadores, y como tal la purifica y la santifica, de la misma manera los cónyuges habrán de aceptarse mutuamente en todos los conflictos, deficiencias y culpabilidades que les vayan saliendo al paso.
Pero lo que acabamos de decir sería imposible si no fuera por el otro sentido que descubre San Pablo. La entrega entre hombre y mujer no es sólo imagen y semejanza de la entrega de Cristo a su Iglesia, sino, también y sobre todo, signo actualizante, manifestación efectiva del amor y fidelidad de Dios, otorgados en Jesucristo. Es decir, el amor y la fidelidad humanos de los cónyuges son asumidos por el triunfo pascual del amor de Dios en la cruz de Cristo. Y por eso el matrimonio es un sacramento, ya que, además de significar el amor de Dios, lo comunica. Con un doble efecto. Primero, cura la desintegración del ser humano causada por el pecado, integrando el sexo y el erotismo dentro de un complejo superior de relaciones humanas, societarias y religiosas: es lo que la tradición cristiana ha llamado «remedio de la concupiscencia». Y este primer efecto curativo hace posible otro más importante: la santificación de los cónyuges, es decir, que la vida común dentro del matrimonio sirva a la glorificación de Dios y al crecimiento de la vida divina de los esposos.
4. El Matrimonio, obra del Espíritu
«Mira con bondad a estos hijos tuyos, que, unidos en Matrimonio, piden ser fortalecidos con tu bendición. Envía sobre ellos la gracia del Espíritu Santo, para que tu amor, derramado en sus corazones, los haga permanecer fieles en la alianza conyugal».
Aquí llegamos al último secreto del Matrimonio. Si, como acabamos de decir, este sacramento no sólo significa el amor de Dios, sino que lo comunica, el agente que realiza este trasvase no podía ser otro que el Espíritu Santo, la Persona-Amor, el Dador de vida, el que nos hace capaces de vivir la misma vida de Dios. En efecto, ningún sacramento manifiesta mejor la acción peculiar del Espíritu como este sacramento del amor; porque aquí el Espíritu hace posible vivir en la carne y desde la carne la riqueza de las relaciones intratrinitarias, el amor mismo que es Dios. Al Espíritu, pues, le debemos que el amor conyugal tenga las siguientes calidades:
1) Un amor personal. Es decir, un amor que acepta al otro en cuanto otro, sin pretender anularlo o dominarlo; porque, al mismo tiempo que une entre sí a dos personas de la forma más íntima, las deja libres en su peculiaridad personal. Y un amor que tiene por destinatario a una persona, no sólo a un cuerpo; y que, por eso, convierte la relación sexual en la forma privilegiada de expresión y comunicación de la entrega total a ella.
2) Un amor total. Es la forma más completa de unión personal entre el hombre y la mujer porque abarca la totalidad de la persona de los cónyuges en todas sus dimensiones. La persona es cuerpo, y el Espíritu crea la atracción mutua y esa liturgia natural que es el encuentro sexual. La persona es afecto, y el Espíritu produce esa salida de sí mismo que lleva a convertir al otro en el centro de mi vida. La persona es libertad, y el Espíritu hace capaz de pronunciar un «sí» que compromete toda la vida. La persona es apertura a Dios, y el Espíritu convierte este amor humano en vehículo para llegar hasta Dios.
3) Un amor fecundo. Pertenece a la naturaleza del amor el salir de sí mismo. Por eso, un amor verdadero no puede pretender quedarse en sí mismo, sino que intenta ser fecundo. Y el Espíritu se encarga de que el hijo, como fruto del amor mutuo, no sea como un elemento externo y accidental, un cuerpo extraño en el amor de los cónyuges, sino que constituya su realización y plenitud.
4) Un amor fiel. La libertad es la capacidad que tiene el hombre de tender a lo definitivo, de acercarse a la incondicionalidad del amor divino. Por eso se opone a la arbitrariedad que, en nombre de la libertad, piensa que se puede empezar siempre de nuevo, eliminando toda decisión anterior. Si todo puede ser sometido de nuevo a revisión, todo pierde seriedad y se convierte en indiferente. Sólo si existen decisiones irreversibles puede la vida ser un riesgo y una aventura. Por eso el Espíritu concede a los cónyuges la capacidad divina de comprometerse irreversiblemente, llevando así su libertad a la máxima realización.

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