sábado, 12 de julio de 2008

Un corazón inquieto por la conversión

domingo, 13 de julio de 2008
Pedro Beteta

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AnalisisDigital.com

Cuentan de una señora, guía del interior de la Basílica de San Pedro que tuvo que hacer de cicerone a una persona ciega. Ante el desconcierto y la negativa a intentarlo por parte de la guía, la ciega le dijo que no se preocupara. Como usted se conocerá la Basílica “a ojos cerrados” cierre los ojos, sea ciega un rato como yo y hagamos juntas el recorrido y comience a narrarme “lo que ve” con la memoria y yo lo veré con mi imaginación. Conversión, Fe. De eso se trata.

Muchas veces insiste el Papa en esta idea: “No se llega a ser cristiano por nacimiento sino por conversión”. Se me antoja que deberían meditar estas sencillas palabras tantos cristianos que se extrañan del comportamiento, tan ajeno al suyo, por parte de sus hijos a los que han llevado a colegios de enseñanza cristiana y ahora no practican. Se hace necesario un examen personal, por parte de esos padres, acerca del ejemplo diario y constante por vivir lo que quizás deseaban que sus hijos vivieran y en ellos no lo veían, tan sólo lo oían. Ser cristiano es una conversión a Cristo, no una herencia espiritual que no se valora por no haber costado esfuerzo.

Mucho le dolía a Juan Pablo II la ingratitud que ante la fe recibida en un hogar cristiano quedaba estéril. Alentaba a cambiar, recordando ¡cuántos no poseen la verdad, y arrastran su existencia sin un “para qué”; cuántos, quizá, después de vanas y extenuantes búsquedas, desilusionados y amargados se han abandonado, y se abandonan todavía, a la desesperación! Ellos no llegan, y tal vez no lo hagan nunca, donde nosotros por un don inmerecido ya estamos. “¡Vosotros poseéis ya la verdad entera, luminosa, consoladora! ¡Cuántos envidian vuestra situación! (...) Sabed ser sensibles y dóciles para no despilfarrar o deteriorar el don inmensamente precioso que poseéis” [1].

Así estimulaba a la responsabilidad pensando en cuántos habían logrado encontrar la verdad sólo después de años de angustiosos interrogantes y penosas experiencias. Pensad, por ejemplo, decía, en el dramático itinerario de San Agustín para llegar a la luz de la verdad y en la paz de la inocencia reconquistada. ¡Y qué suspiro lanzó cuando finalmente alcanzó la luz! Y exclamó con nostalgia: “¡Tarde te amé!”. Recordaba en la fatiga que tuvo que pasar el célebre Cardenal Newman para llegar, con la fuerza de la lógica, al Catolicismo. ¡Qué larga y dolorosa agonía espiritual! Y así podríamos recordar tantas otras figuras eminentes, pasadas y recientes, que han tenido que luchar duramente para ganar la verdad [2].

En uno de sus innumerables libros, el cardenal Ratzinger, recordaba cómo en las iglesias barrocas de Alemania, en la zona de Baviera, los retablos de muchas de ellas tienen un cierto aire de puerta. Como si allí no acabara la nave sino que se abriera a la eternidad divina. El altar del Sacrificio viene a ser como el dintel. Los santos del retablo serían también como ventanas que remiten al más allá. Los cristianos necesitamos mirar la vida de los santos porque ellos parecen descomponer la luz divina, como un prisma que da los colores del arco iris, y asomarnos a Dios. Hay que mirar a los santos para aprender a convertirnos cada día un poco más al cristianismo, a ser un poco más Cristo.

Ellos son nuestros hermanos mayores y si ellos lograron la santidad, ¿por qué tú y yo no lo hemos de conseguir? Pero, ¿quiero yo? ¡Sí! “Dios que te creó sin ti no te salvará sin ti”, decía el obispo de Hipona. San Agustín es un santo a quien se le ha llamado el primer hombre moderno. Nació en una época con problemáticas muy parecidas a las nuestras: crisis y cambios en los que la fe no era algo espontáneo sino que había que buscar. Hoy el relativismo hace escépticos y, como entonces el maniqueísmo, tendemos a dividir todo en bueno o malo, erróneamente. Él no fue cristiano de nacimiento sino por conversión. Tuvo dos conversiones medulares: a Cristo y, por Él, a servirle en la salvación de las almas. Esto tiene validez hoy también para nosotros.

La primera es conocida a grandes rasgos. De niño no llegó a recibir el bautismo y el encuentro con la ciencia de su tiempo, le lleva a afirmar con la mayoría que la Biblia es un libro de historia bastante necio. Cae en el racionalismo maniqueo y después en el escepticismo. Su corazón queda vacío como ocurre también ahora, en el de tantos, por motivos semejantes. El placer no satisfizo sus ansias de felicidad y se daba cuenta, le fastidiaba no ser feliz como lo era uno de sus siervos. En sus Confesiones nos cuenta que un día deja a su amigo Alipio para estar en el jardín a solas con su angustia y oyó una voz de niño que exclamaba “tolle et lege!”, toma y lee. No ve a nadie y los niños no usarían ese vocablo. Nervioso toma la Biblia, abre y lee: Revestíos del Señor Jesús. Eso supuso el cambio de su existencia.

La segunda conversión es conversión para servir a las almas. ¡Danos, Señor, un amor tierno por todas y cada una de las almas! Agustín está ya dedicado al silencio y al recogimiento. Meditaba la palabra de Dios retirado del mundo. Hizo un viaje a Hipona, gran puerto del norte de África. Una vez allí entró en la iglesia donde predicaba un sermón Valerio, un anciano obispo quien entre otras muchas cosas dijo que ya era anciano y debido a su origen griego le costaba la predicación por lo que estaba buscando un hombre que le ayudase. En ese preciso momento se levantó un tumultuoso griterío en el templo: ¡Agustín ha de ser nuestro obispo! Lo cogieron y llevaron a rastras hasta el altar. Todo su forcejeo, su llanto y su resistencia fueron inútiles. Valerio, el obispo respaldó esta decisión. Pocos días antes de su ordenación episcopal escribió al obispo Valerio: “Me da la sensación de que soy un hombre, que sin haber aprendido a remar, va a convertirse de repente en timonel de un gran barco. Esta es la razón por la que lloré en silencio cuando fui ordenado sacerdote…” [3].

Así abría su corazón el Papa actual a sus hijos alemanes al poco de ser elegido: “Cuando, lentamente, el desarrollo de las votaciones me permitió comprender que, por decirlo así, la guillotina caería sobre mí, me quedé desconcertado. Creía que había realizado ya la obra de toda una vida y que podía esperar terminar tranquilamente mis días. Con profunda convicción dije al Señor: ¡no me hagas esto! Tienes personas más jóvenes y mejores, que pueden afrontar esta gran tarea con un entusiasmo y una fuerza totalmente diferentes” [4].

Abandonó el santo de Hipona su retiro desértico de oración y contemplación de la palabra de Dios para entrar en un fragor de problemas cotidianos de gran y pequeña monta. Reflexionando sobre unas palabras del Cantar de los Cantares, en donde se dice que bien entrada la noche el esposo llama a la puerta de la esposa y ésta no quiere abrir, diciendo: “Ya no quiero levantarme, ensuciarme los pies: ya me he acostado, ya no tengo tiempo”. San Agustín dice: el esposo y la esposa son una imagen de Cristo y la Iglesia. Pero ¿cómo puede suceder que la esposa se ensucie los pies al abrirle la puerta a Cristo? ¿Cómo puede ser que la Iglesia no tenga ganas de abrirle la puerta? Entonces se da cuenta de que esa iglesia que se ha retirado a descansar es la imagen de aquellos creyentes que sólo quieren gozar para sí de la palabra del Señor y no quieren ser molestados por la suciedad de este mundo.

Pero Cristo no nos permite esta tranquilidad. Llama a nuestra puerta y a la de todos los hombres que buscan errantes la verdad. Nos pide que nos levantemos y le anunciemos. No hay excusa “cristiana” de ninguna manera para no extender el Evangelio, la palabra de Dios. Ésa palabra que llevamos dentro ha de ayudar a descubrir a cada alma la palabra divina que albergan en sus almas.

Nietzsche dijo que no podía soportar a San Agustín por lo plebeyo y vulgar que le parecía. Ahí radica su grandeza, que pudiendo haber sido un aristócrata del espíritu, abandonó por Cristo su torre de marfil y salió a la palestra de lo que Dios le pedía. También es verdad que este hombre temía más la verdad que la muerte y San Agustín buscó toda su vida la verdad y cuando la encontró, en su segunda conversión, la vuelve a dar.

Un día, este hombre, corazón inquieto, hablando con su madre en la quietud de su Villa, en Ostia junto a la desembocadura del Tiber, después de su conversión, antes de regresar a África, mirando los dos cómo el ancho mar se une con cielo azul, hablan de cómo será cuando el mar y el cielo se hundan, cuando ya no exista ni pasado ni futuro, sino el único eterno hoy de Dios. Dice el santo que en ese momento se nos concedió sentir por un instante el misterio de lo eterno y allí dejamos las primicias de nuestro espíritu. Cinco días después la malaria se llevó a su madre a la tumba y Ostia quedó, algunos meses después, esquilmada [5].

Pedro Beteta. Teólogo y escritor


Notas al pie:

[1] Juan Pablo II, A los seminaristas romanos, 13-X-1979

[2] Juan Pablo II, A los seminaristas romanos, 13-X-1979

[3] Cfr. J. Ratzinger; PALABRA EN LA IGLESIA, Ed. Salamanca 1976, pp. 304-311

[4] Discurso a los peregrinos alemanes, 25-IV-2005

[5] Cfr. J. Ratzinger; PALABRA EN LA IGLESIA, Ed. Salamanca 1976, pp. 304-311

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